Nací
en 1991 y en Barcelona, dos datos que indican que soy hija de
la LOGSE y del bilingüismo en las aulas, así que mi
primer contacto con otro idioma que no fuese mi castellano
(cordobés!) maternal, fue el catalán en el cole a los 3 años.
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Mi primer profe de catalán. |
El poco, o más bien escaso, contacto que
había tenido hasta entonces con la lengua de Pompeu Fabra
había sido gracias a los dibujos animados de la tv autonómica
pero no debieron aportarme demasiado léxico porque recuerdo
haberlo pasado especialmente mal el primer año de escuela.
Como la mayoría de niños del barrio (Cornellà de
Llobregat), era lo que llamamos charnega, hija de emigrantes andaluces, y tuve que aprender por
asociación que ànec
era pato, a pesar de que sonaba más a mi nombre que a ave
palmípeda. Que La Caputxeta Vermella
era la Caperucita Roja, que dit, nas, ull
eran partes del cuerpo y que taronja
podía ser un color y también una fruta. Y así,
inconscientemente, asimilé por completo un idioma, con su
pronunciación, vocabulario y su todo,
casi sin darme cuenta, mucho antes de pasar a la Educación
Primaria. De los 3 a los 5 años canté, bailé,
hice pelotas de plastilina, dibujé, jugué y, en
definitiva, aprendí casi totalmente en catalán, sin ser
esto un obstáculo alguno para mi lengua materna.
La historia
fue muy diferente con el inglés.
No
recuerdo bien si la primera vez que irrumpió en nuestras vidas
escolares fue en 1º, 2º o 3º de Primaria. Lo que sí
sé es que lo hizo de repente, sin avisar, sin anestesia. Llegó
de golpe y cayó en nuestros cuadernos como una bomba, para
quedarse para siempre. Mi profesor de inglés era zaragozano y
mayor. Vamos, todo lo contrario de lo que se estila en la actualidad,
donde ser nativo y joven es un valor al alza en todo colegio bilingüe
que se precie. Recuerdo mucha canción, mucho “pinta y
colorea” y sobre todo un recurso que a Joaquín (así
se llamaba el profesor maño) le debió parecer
mágico, no ya por su nombre si no por el efecto silenciador,
“ojiplático” e hipnotizante que producía en todos
nosotros, especialmente cuando teníamos clase después
del recreo o del comedor y no estábamos por la labor de
repetir que el sastre de nuestro profe era rico. El Magic English.
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Aladdín y Jasmín enseñándonos a to say hello. |
El dichoso invento no era otra cosa que una colección de VHS
por fascículos que Planeta de Agostini decidió sacar a la venta en kioskos para que eso
del inglés se nos hiciera más ameno, más
familiar, más interesante por eso de que quienes nos lo
enseñaban era los personajes Disney de toda la vida y claro,
es mucho más grato que los colores te los enseñe el
Pato Donald que no Joaquín, que nos gritaba en cuanto te
distraías con cualquier cosa que pasase
detrás de la ventana. Y así, a golpe de karaoke de La
Bella y la Bestia, empezamos a familiarizarnos con los números,
los colores o las partes del cuerpo en la ya no tan desconocida
lengua inglesa.
Con
los años la cosa no mejoró. Desde la Primaria hasta el
Bachillerato, pasando por la ESO, tuvimos profesores más o
menos implicados, de los que nos hablaban inglés en clase y de
los que no, de los que de vez en cuando hacían alguna
actividad extraordinaria (recuerdo con cariño jugar al bingo
los viernes los primeros años de instituto) y de los que eran
fervientes devotos de la cofradía del sagrado Workbook, vamos,
que las clases se resumían estrictamente en corregir
ejercicios de rellenar huecos, unir con flechas términos con
otros o decir si eran True o False frases de gran interés e
importancia para un adolescente de 14 años como “It's Sally
wearing a jeans and a blue sweater?”. Y al finalizar la clase, no
fuera a ser que te hubieses quedado con hambre, mandaban cuatro páginas más para casa. Y así
durante años, creando lo que hoy somos la mayoría de
veinteañeros españoles: chicas y chicos a los que nos
da cierta vergüenza hablar en inglés, pero que vemos y
oímos a diario series y películas en V.O., escuchamos y
cantamos canciones en inglés y comemos cookies,
cupcakes y muffins. Pero hemos asumido que tan sólo
aprenderemos de verdad un idioma si nos marchamos a un país en
el que para comprar una lechuga, cambiar un billete de tren o ir al
médico no nos quede más remedio que “defendernos”
con la lengua. Y para eso están los Erasmus, ¿no?.
Marchándome en 3º de carrera fuera de España,
supe que no había mejor Universidad que la necesidad.
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¡Cuánto aprendizaje adquirido en el césped del campus...! |
Me fui a
Rennes, al norte de Francia, con menos conocimientos (o al menos eso
yo creía) de francés que de inglés, ya que tan
sólo había dedicado a éste un par de años
de optativa en el instituto. Decidí invertir el cuatrimestre
que iba a pasar allí en un súper-curso de francés
para extranjeros que me otorgó el nivel B1 al finalizarlo y un
acento casi perfecto para dar a Royaume Uni los douze points. Pero
realmente no fue el curso en sí, y el hecho de que todos mis
profesores fuesen franceses y ninguno de mis compañeros
hispano-hablantes. Tampoco el hecho de que saber catalán me
hubiese facilitado muchísimo las cosas. La explicación
de la celeridad con la que aprendí no era otra que cuando
salía de clase y pretendía desconectar, tenía
que pedir el café en francés, ponerme la radio en
francés y, a la vuelta en metro a la residencia, las conversaciones que me rodeaban también eran en francés. Así,
empapada las 24h de un idioma que no era el español, acabé
comprendiéndolo, leyéndolo, escribiéndolo y
hablándolo. Casi sin darme cuenta. Si bien es cierto que desde
que regresé de Francia mi práctica del idioma se ha
reducido a ver alguna peli francesa sin doblar, descifrar lo que
canta Stromae en la radio o hablar con algún cliente gabacho
esporádico en mis puesto de trabajo... puedo decir que sí,
¡que Sé Francés!.
Y
ahora me encuentro realizando un postgrado de Didáctica del
Español como Lengua Extranjera, encaminándome hacia el
otro lado de la moneda, ese que acabo de poner green por
tantos años de tortura workbookil y ese al que espero
no caer con el tiempo. Por eso dejo esto por escrito, para que el
peso de estas líneas en Calibri 14 recaiga sobre mi si un día
decido pulsar el play del cedé de los listenings que tanto me
hicieron bostezar hace años.