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martes, 12 de noviembre de 2013

De alumna de idiomas... a profe de idiomas

Nací en 1991 y en Barcelona, dos datos que indican que soy hija de la LOGSE y del bilingüismo en las aulas, así que mi primer contacto con otro idioma que no fuese mi castellano (cordobés!) maternal, fue el catalán en el cole a los 3 años.
Mi primer profe de catalán.
El poco, o más bien escaso, contacto que había tenido hasta entonces con la lengua de Pompeu Fabra había sido gracias a los dibujos animados de la tv autonómica pero no debieron aportarme demasiado léxico porque recuerdo haberlo pasado especialmente mal el primer año de escuela. Como la mayoría de niños del barrio (Cornellà de Llobregat), era lo que llamamos charnega, hija de emigrantes andaluces, y tuve que aprender por asociación que ànec era pato, a pesar de que sonaba más a mi nombre que a ave palmípeda. Que La Caputxeta Vermella era la Caperucita Roja, que dit, nas, ull eran partes del cuerpo y que taronja podía ser un color y también una fruta. Y así, inconscientemente, asimilé por completo un idioma, con su pronunciación, vocabulario y su todo, casi sin darme cuenta, mucho antes de pasar a la Educación Primaria. De los 3 a los 5 años canté, bailé, hice pelotas de plastilina, dibujé, jugué y, en definitiva, aprendí casi totalmente en catalán, sin ser esto un obstáculo alguno para mi lengua materna. 

La historia fue muy diferente con el inglés.

No recuerdo bien si la primera vez que irrumpió en nuestras vidas escolares fue en 1º, 2º o 3º de Primaria. Lo que sí sé es que lo hizo de repente, sin avisar, sin anestesia. Llegó de golpe y cayó en nuestros cuadernos como una bomba, para quedarse para siempre. Mi profesor de inglés era zaragozano y mayor. Vamos, todo lo contrario de lo que se estila en la actualidad, donde ser nativo y joven es un valor al alza en todo colegio bilingüe que se precie. Recuerdo mucha canción, mucho “pinta y colorea” y sobre todo un recurso que a Joaquín (así se llamaba el profesor maño) le debió parecer mágico, no ya por su nombre si no por el efecto silenciador, “ojiplático” e hipnotizante que producía en todos nosotros, especialmente cuando teníamos clase después del recreo o del comedor y no estábamos por la labor de repetir que el sastre de nuestro profe era rico. El Magic English

Aladdín y Jasmín enseñándonos a to say hello.
El dichoso invento no era otra cosa que una colección de VHS por fascículos que Planeta de Agostini decidió sacar a la venta en kioskos para que eso del inglés se nos hiciera más ameno, más familiar, más interesante por eso de que quienes nos lo enseñaban era los personajes Disney de toda la vida y claro, es mucho más grato que los colores te los enseñe el Pato Donald que no Joaquín, que nos gritaba en cuanto te distraías con cualquier cosa que pasase detrás de la ventana. Y así, a golpe de karaoke de La Bella y la Bestia, empezamos a familiarizarnos con los números, los colores o las partes del cuerpo en la ya no tan desconocida lengua inglesa.

Con los años la cosa no mejoró. Desde la Primaria hasta el Bachillerato, pasando por la ESO, tuvimos profesores más o menos implicados, de los que nos hablaban inglés en clase y de los que no, de los que de vez en cuando hacían alguna actividad extraordinaria (recuerdo con cariño jugar al bingo los viernes los primeros años de instituto) y de los que eran fervientes devotos de la cofradía del sagrado Workbook, vamos, que las clases se resumían estrictamente en corregir ejercicios de rellenar huecos, unir con flechas términos con otros o decir si eran True o False frases de gran interés e importancia para un adolescente de 14 años como “It's Sally wearing a jeans and a blue sweater?”. Y al finalizar la clase, no fuera a ser que te hubieses quedado con hambre, mandaban cuatro páginas más para casa. Y así durante años, creando lo que hoy somos la mayoría de veinteañeros españoles: chicas y chicos a los que nos da cierta vergüenza hablar en inglés, pero que vemos y oímos a diario series y películas en V.O., escuchamos y cantamos canciones en inglés y comemos cookies, cupcakes y muffins. Pero hemos asumido que tan sólo aprenderemos de verdad un idioma si nos marchamos a un país en el que para comprar una lechuga, cambiar un billete de tren o ir al médico no nos quede más remedio que “defendernos” con la lengua. Y para eso están los Erasmus, ¿no?.

Marchándome en 3º de carrera fuera de España, supe que no había mejor Universidad que la necesidad. 
¡Cuánto aprendizaje adquirido en el césped del campus...!
Me fui a Rennes, al norte de Francia, con menos conocimientos (o al menos eso yo creía) de francés que de inglés, ya que tan sólo había dedicado a éste un par de años de optativa en el instituto. Decidí invertir el cuatrimestre que iba a pasar allí en un súper-curso de francés para extranjeros que me otorgó el nivel B1 al finalizarlo y un acento casi perfecto para dar a Royaume Uni los douze points. Pero realmente no fue el curso en sí, y el hecho de que todos mis profesores fuesen franceses y ninguno de mis compañeros hispano-hablantes. Tampoco el hecho de que saber catalán me hubiese facilitado muchísimo las cosas. La explicación de la celeridad con la que aprendí no era otra que cuando salía de clase y pretendía desconectar, tenía que pedir el café en francés, ponerme la radio en francés y, a la vuelta en metro a la residencia, las conversaciones que me rodeaban también eran en francés. Así, empapada las 24h de un idioma que no era el español, acabé comprendiéndolo, leyéndolo, escribiéndolo y hablándolo. Casi sin darme cuenta. Si bien es cierto que desde que regresé de Francia mi práctica del idioma se ha reducido a ver alguna peli francesa sin doblar, descifrar lo que canta Stromae en la radio o hablar con algún cliente gabacho esporádico en mis puesto de trabajo... puedo decir que sí, ¡que Sé Francés!.


Y ahora me encuentro realizando un postgrado de Didáctica del Español como Lengua Extranjera, encaminándome hacia el otro lado de la moneda, ese que acabo de poner green por tantos años de tortura workbookil y ese al que espero no caer con el tiempo. Por eso dejo esto por escrito, para que el peso de estas líneas en Calibri 14 recaiga sobre mi si un día decido pulsar el play del cedé de los listenings que tanto me hicieron bostezar hace años.

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